Conocí al Gula cuando repitió quinto grado. Era tan bajito como yo pero con un cuerpo más morrudo, mucho más fuerte y musculoso.
Se invitó solo un par de veces a casa, aquella primera vez fue él quien directamente le preguntó a mi madre a la salida de la escuela “Señora, ¿me invitan a ir a su casa?”. Era un atorrante de ojos verdes, de los conflictivos del grado, delantero que jugaba al roce como solo los petisos sabemos hacerlo. Extremadamente habilidoso, a veces hacía no una sino muchas de más. Su apodo debería de haber tenido su origen por lo “comilón” que era jugando a la pelota, pero lo cierto es que en esa época había un personaje de televisión enano con ese nombre. Creo haber sido el único que lo llamaba por su verdadero nombre, Diego, sabiendo cuánto odiaba el apodo burlón.
Las veces que vino a casa fue para después de almorzar, a eso de las 2 de la tarde. Siempre llegó recién bañado, con ropa que no le conocía y con todas las formas, gestos, respeto y buenas costumbres que jamás nadie le había visto en la escuela. Entraba a cada habitación pidiendo permiso y respondía con un por favor y gracias a los ofrecimientos de vasos de jugo, tazas de café con leche y galletitas.
Teníamos una relación, creo, de admiración mutua. Admiraba cómo alguien con ese físico, tan parecido al mío pero tan diferente a la vez, era capaz de correr con la pelota al pie, gambetear, tirar caños, hacer goles, pero sobre todo luchar mano a mano contra físicos más grandes y aparentemente más fuertes, trabando y ganando, haciendo que sean los altos y grandotes los que se sientan derrotados, al punto de infundir miedo. Es cierto que era un año más grande que el resto del grado, y entre los 10 y 11 años se nota. Me enseñó que yo también podía ser fuerte siendo chiquito, y lo empecé a imitar como pude. Nunca supe si admiraba algo de mí, pero permitió que lo ayude un par de veces a entender qué estaban explicando en la escuela. Esas ocasiones en que estuvo en casa, quizás mientras le mostraba algún juego en la Commodore 64, me confesó que imaginaba su futuro pidiendo plata en la calle y el mío como dueño o presidente de alguna empresa importante.
Me enojé y se lo negué rotundamente alegando lo que sinceramente pensaba, que él era muy inteligente para creerse los 1 que se sacaba en las exámenes, que yo era testigo de su inteligencia y entendimiento y cómo luego él cambiaba los bochazos por 8, 9 o 10, y que seguro en la secundaria le iba a ir bien. Él mostraba su sonrisa compradora, me agradecía los elogios, pronunciaba deseando un “ojalá”, y seguíamos con lo que estábamos.
Luego se me ocurrió que un ejemplo futbolero era mejor para que comprenda que estaba en él cambiar las cosas para lograr un futuro más augurioso:
Mirá, vos sos un jugadorazo, el más completo del grado, sos rápido, habilidoso, tenés un cañón en el pie, cuando bajás recuperás pelotas... pero no la pasás nunca, por eso muchos no quieren jugar en tu equipo. Si en vez de querer gambetear a todos, esquivás a dos y la pasás para que te la devuelvan, tu equipo ganaría siempre.
No le gustó demasiado el ejemplo, claramente le toqué su orgullo futbolero… pero ese año fuimos campeones.
Al terminar la primaria no lo ví más por mucho tiempo, hasta que me lo crucé en el centro. Yo no tenía que estar ahí, en esa época estudiaba Ingeniería de Sistemas en la Universidad Tecnológica Nacional, y en vez de hacer la combinación de subte para ir hacia la sede de Medrano decidí ir hacia uno de los hoy ya inexistentes cibers para pagar $1 por una hora de internet de banda ancha. No estaba contento con la carrera universitaria que había elegido, no me sentía cómodo ni con lo que estudiaba y mucho menos con mis compañeros. Hacía unas semanas que en mi cabeza daba vueltas la idea de cambiar de estudio, y si bien aún no sabía qué estudiar, estaba yendo al ciber a descargarme cuanto pudiese de material sobre diseño y programación web, que sin tener manera de saberlo en ese entonces se convertiría en mi carrera y profesión. La marea de gente de microcentro que camina rápido hacia sus trabajos en oficinas sin ventanas se abrió encontrándonos frente a frente. Tardó dos segundos en reconocerme, habituado a que nadie le preste atención no reparó en que esta vez quien le estaba aceptando el papelito que repartía esperaba algo más de él. Estaba tal como lo recordaba, y me dió la misma sonrisa compradora junto con la publicidad de un prostíbulo. Nos dimos un abrazo, y entendiendo los dos que ese no era tiempo ni espacio para conversar sobre los últimos años, yo seguí camino hacia el ciber y él siguió laburando.
Unos 6 años más tarde ya me había recibido de Diseñador Multimedial y había conseguido trabajo en una agencia de publicidad multinacional gracias a la recomendación de una compañera de estudios y socia en nuestros primeros trabajos profesionales. Esta vez eran alrededor de las 10 de la mañana y yo formaba parte de esa marea que se dirige hacia oficinas sin ventanas. Él continuaba repartiendo el mismo tipo de papelitos. Esta vez no chocamos de frente, cruzamos miradas a un par de personas de distancia, y justo cuando creí que no me había visto, se volteó en mi dirección y me saludó con un guiño de ojo y una media sonrisa intacta. Tuve el impulso de saludarlo con un abrazo y llevármelo a tomar algo para que me cuente de su vida, pero vaya a saber por qué no lo hice.
La última vez que lo ví fue nuevamente en el centro, unos 8 años más tarde, volviendo de un almuerzo hacia la oficina de la consultora política en la que laburaba en ese entonces. No me vió, y supe que era él porque su cara entre la corriente de gente se quedó por un instante dibujada en mi retina. A veces sucede eso, el ojo sabe algo antes que el cerebro descubra de qué se trata, uno tarda en hacer las conexiones pero finalmente ocurren. Al darme vuelta, ya alejados ambos por varios metros, supe que era él. Estaba más gordo, por eso no lo reconocí de inmediato. No sé si seguía repartiendo el mismo tipo de papelitos.
Desde chico me incomoda que la gente piense negativamente de sí misma en cuanto a sus capacidades intelectuales. El mérito es de mis padres, porque a mí y a mis hermanos nos enseñaron a aspirar a lo que quisiéramos: el único límite es el que se pone uno mismo.
Estoy convencido de que a Diego no le dijeron lo mismo, y se resignaba a un destino que anhelaba cambiar, cosa evidente en el tono de su confesión, pero que a la vez nunca supo cómo. O sí sabía, pero se veía imposibilitado de hacerlo. Porque si bien nos conocimos porque él repitió un año, a mi me quedaba claro que no era una persona a la que le sea difícil entender lo que nos enseñaban en la escuela. Era más bien una persona que tenía algunos conflictos con las figuras de autoridad. No obstante, en mi casa no hizo más que tratar a toda mi familia con respeto.
Habiendo pasado tantos años ya, me atrevo a pensar que él vió en mi casa algo ausente en la suya, lo que lo hizo vaticinar esos senderos tan opuestos para nosotros. Sigo lamentando haber reprimido ese impulso a llevármelo a charlar aquella vez y comprender, más yo que él, obviamente, hasta qué punto está en uno el poder cambiar de planes.